Juanma López Iturriaga en Liberia: "Se me ha roto el corazón y un niño me lo ha reconstruido"
Hay países en este mundo tan desigual que viven metidos en lo que podríamos denominar un tormenta perfecta. Forman parte de un continente como África, al que solo miramos de vez en cuando (sobre todo si vemos que sus circunstancias pueden afectarnos), no cuentan con recursos naturales especialmente atractivos para la codicia, tampoco aportan grandes números a la hora de mostrar su penuria ni son relevantes geopolíticamente hablando.
Liberia es uno de ellos. Uno de los más pobres. Uno de esos países dejados de la mano de Dios (si eres creyente) o directamente del ser humano.
De Liberia sólo tenemos noticias cuando son malas. Cuando la lucha por el poder termina en una guerra civil que duró 14 años y que se saldó con alrededor de medio millón de muertes en un país que ronda los cuatro, o se llevó por delante el 60% de las escuelas. O cuando mientras empezaba a sacar la cabeza después de matarse entre ellos, se vio golpeada de nuevo por la crisis del ébola, devastadora en todos los sentidos. Mucho de lo avanzado en tiempo de paz se derrumbó, y una vez declarado país sin ébola (aunque recientemente ha vuelto a aparecer un caso) está emprendiendo una nueva reconstrucción.
Acabo de estar una semana en Monrovia, capital de Liberia, de la mano de UNICEF, viendo de primera mano el trabajo que realiza. Hay que decir que la tarea a la que se enfrenta es descomunal, pues los frentes abiertos son infinitos y van desde la salud, la higiene, la educación o la protección física y psicológica, hasta cuestiones de violencia de género o las terribles consecuencias de la crisis del ébola.
Niñas de 12 años violadas.
En estos pocos días he podido hablar con muchachas que han sufrido violaciones a los 12 años, por ejemplo, y que no solo están peleando por dejar atrás su desgracia sino que se han convertido en transmisores educativos para amigos y familiares. He visitado una escuela que muestra orgullosa unos lavabos y urinarios separados para cada sexo.
Pasamos una mañana en una clínica donde muchas mujeres, muchas de ellas adolescentes, llevan a sus hijos para vacunar, pesar, medirlos y conocer si sufren desnutrición aguda. Y hemos estado en una comunidad a la que el ébola castigó cruelmente, matando a buena parte de hombres, mujeres y niños, robando la sonrisa a los más pequeños, a los que prácticamente se les encerró en casa por miedo al contagio y de paso se les privó de la alegría del juego, de poder expresar sus sentimientos, de poder aliviar su pena.
La experiencia, como cualquiera se puede maginar, ha sido impactante. Se me ha roto el corazón en un minuto y la sonrisa de un niño que me agarra la mano me lo ha vuelto a reconstruir. He admirado a mucha gente que he conocido, desde chavales a educadores, voluntarios o trabajadores de UNICEF, que dan su tiempo y ponen en riesgo su vida para paliar, en la medida de lo posible, un desaguisado tremendo.
"He odiado a la raza humana y al minuto la he admirado"
He odiado por momentos a la raza humana, capaz de soportar tanta miseria casi en silencio, y al minuto siguiente la he admirado por su capacidad de dar lo mejor de si misma en los momentos más desesperantes. He visto miseria en niveles que no lo había hecho antes en toda mi vida. Y también resuenan en mis oídos, y espero que para siempre, risas maravillosas.
No tengo grandes esperanzas en que Liberia u otros países parecidos vayan a mejorar su situación a corto plazo. Sus índices educativos y sanitarios seguirán siendo ínfimos para nuestros estándares. Estoy seguro de que me moriré antes de que haya infraestructuras suficientes como para que la ayuda pueda llegar donde se necesita y no sea una tarea de máxima complejidad. Es más que probable que durante bastante tiempo se siga viendo a la mujer como algo inferior o al servicio del hombre, o que la violencia hacia los niños y adolescentes forme parte del paisaje.
Una de las conclusiones de mi viaje es que para alcanzar el gran objetivo hacen falta muchos pequeños objetivos. Se tardarán décadas en lograr la plena escolarización, agua potable para todo el país, hospitales que puedan acoger a todo el que lo necesita, suficientes maestros, médicos o medicinas. Y no digamos el convencer a todos de que muchas de las cosas instauradas en la sociedad no son de recibo. Todo esto invita a la desafección, a problema irresoluble, a la inacción quizás por pura desesperación.
Pero he visto a un hermoso niño que, después de un tratamiento de seis semanas, pasó de bebé enfermo a risueño lechón dispuesto a jugar y sonreír. O los chavales del Club de Salud de una escuela en Careysburg, que nos dedicaron una canción con la que, sin ponerse dramáticos, transmiten buenos hábitos de limpieza e invitan a pensar que estas prácticas le pueden salvar la vida a unos cuantos niños.
O los beneficiosos efectos que tiene el hecho de que un educador ayude a desbloquear emocionalmente a supervivientes del ébola y así puedan abandonar el estado de shock que les produjo la muerte de sus padres e incluso el rechazo social.
"Igual hasta me marcho de este mundo con una sonrisa"
Está claro que individualmente no tenemos la capacidad de cambiar el mundo, o al menos no de la noche a la mañana. Pero si algo he sacado en claro esta semana es que esos euros que en un momento donamos, sean muchos o pocos, tienen consecuencias con cara y ojos, nombre, familia y vida que recorrer. Y darles una oportunidad, aunque sea pequeña, merece nuestra atención y nuestra ayuda.
Es posible que esté bajo los efectos de lo visto y de lo vivido. O puede que no. Pero cuando todavía pienso dar mucha guerra por aquí, me imagino el momento del adiós. Y espero que justo antes de cerrar los ojos, junto a las imágenes de mi familia, aparezcan algunos de los niños que he conocido aquí. Porque a otros como ellos les llegará parte de mi herencia. Igual hasta me marcho de este mundo con una sonrisa.
Post de Juanma López Iturriaga, Amigo de UNICEF España.
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